Entradas populares

Vipassana: el silencio que me gritó la verdad


Después de dos meses en Mysore —de sudar, de practicar sin parar, de enseñar en la escuela de mi maestro, de actuar en una película de Bollywood que nadie creyó real— sentí algo que no esperaba: vacío.

Como si todo eso no alcanzara. Como si me faltara algo.

No sé por qué dije que sí.
Estaba en un comedor, junto a mi compañera de práctica, Naz, comiendo arroz con dal en una hoja de plátano, cuando alguien mencionó un retiro de meditación Vipassana. Nadie hablaba en serio. Todos rieron con miedo.
Pero yo me anoté.

No había Google Maps, así que todo era con mapa de papel, preguntar, y confiar en los que ya lo habían hecho.
Pero elegimos un centro al que nadie conocía.

Tomamos coraje y nos subimos a un bus hacia el sur.
La ciudad se llamaba Changanur. Nadie sabía pronunciarla bien. Nosotras tampoco.
El viaje duró más de ocho horas: un tren donde no había extranjeros, pueblos perdidos en el medio de India donde las personas no hablaban inglés, y luego un colectivo destartalado, caluroso y lleno de mosquitos.
Literal.

Atravesamos la selva, que parecía tragarlo todo.
El vidrio empañado, el sudor pegado a la piel, y ese zumbido constante que te hacía querer desaparecer.

Yo no tenía idea de lo que estaba por hacer.
Vipassana no era lo que creía.
No era una experiencia.
Era un desgarro.

Antes de llegar, comí ocho parottas con curry en un puestito callejero.
Naz me miraba desconcertada.
El mozo no podía creer que alguien comiera ocho, así, sin pausa.
No sé si fue por ansiedad, por hambre o por miedo a lo que venía.
Pero esa escena la tengo en una foto: yo y mis ocho parottas.
Me gusta para nombre de banda o para un bar, jaja.

Llegamos al retiro.
Vipassana.
Diez días de silencio absoluto.
¿Qué? ¡Paren! Nadie me había avisado eso.

Naz tampoco lo sabía.
La miré a los ojos y le dije: “Ni a palos me meto acá, ¡son 10 horas de meditación por día!”.
Pero Naz me respondió: “¿Cómo te vas a volver ahora?”.

Y me dio miedo.
Entre hacer todo ese camino sola —tren, bus, sin saber dónde estaba— decidí quedarme.
Pero estaba asustada.
No estaba segura de poder soportarlo.

Me sacaron el celular.
No era un smartphone.
Era un Nokia 1100. Sin cámara, sin WhatsApp, sin distracciones.
También entregué mi billetera.

No podíamos leer, escribir, ni mirar a los ojos a nadie.
Nada de contacto.
Nada que te saque de tu propia mente.

Dormía bajo un techo de chapa, y el calor era solo una parte del infierno.
Me despertaban a las 4 de la mañana con un gong metálico que sonaba como una explosión.

Las mujeres por un lado. Los hombres por otro.
La cabeza, a mil. El cuerpo quieto. El alma, desarmándose en cámara lenta.

Comíamos en silencio, mirando el plato.
No se podía cruzar la mirada con nadie: eso también era comunicación.
Ni siquiera con Naz.
Ella era de Irán y había vivido cosas heavy. Su rostro mostraba poco.
Al principio me sentía ofendida.
Pero después entendí: esto también es parte del viaje.
Éramos como dos personas en la misma celda, pero separadas por una ley invisible.

Yo, la verdad, creía que iba a meditar una o dos horas por día.
No. Eran diez.
Diez horas sentada, inmóvil, con las piernas cruzadas y la espalda recta, observando una mínima zona entre las fosas nasales y el labio superior.
Ese era el comienzo: Anapana.
Todos los días.
Sentada.
Sin moverme.
Hora tras hora, durante diez días.

El silencio se te mete en la piel.
Te empieza a hablar.
Y después te grita.

Meditaba diez horas por día.
Y cuando digo “meditar”, no hablo de quedarme zen.
Hablo de enfrentar todo lo que había tapado por años.
El ruido del pasado. La ansiedad del futuro.
Y ese loop incesante de pensamientos que se parecen demasiado a quien creés que sos.

No podía escapar.
No podía decir: “me estoy yendo”.
No podía mirar el celular, ni escribirle a alguien, ni agarrar un cuaderno para desahogarme.
No podía huir, ni siquiera hacia adentro.
Porque la consigna era clara: sentir y observar sin reaccionar.

Y ahí entendí algo brutal:
que el dolor no siempre se supera.
A veces solo se revela.
Y si lo dejás hablar, si lo escuchás sin censura, se transforma.

El quinto día me quería ir.
Cinco mujeres se fueron. Las vi. Una por una.
Y me dije: yo también me voy.

No soportaba el ruido de mi mente.
Era una máquina de fabricar pensamientos.
Uno tras otro.
Un infierno sin pausa.

Pero no podía hablar.
¿Cómo le decía a Naz que me iba?
Estábamos incomunicadas por contrato.

Pedí una señal.
Una sola.
Si tenía que quedarme, que me muestren por qué.
Y llegó.

Ese día —no sé cómo explicarlo— se rompió algo adentro mío.
O se abrió. No lo sé bien.

Apareció una escena que no recordaba.
No estaba en mi consciente.
Era una imagen de mi infancia: mis padres discutiendo, gritándose, en una escena que yo creía borrada.
Pero no estaba borrada.
Estaba guardada.
Cerrada con cuatro llaves.
Como no queriéndola abrir, porque dolía demasiado.

Se me caían las lágrimas solas.
Sin querer.
Y venían a mostrarme algo grande.
Esa escena cambió todo.
Cambió mi versión de los hechos.
Cambió mi narrativa de vida.

Hasta ese momento, yo pensaba que la separación de mis padres había sido una cosa.
Después de Vipassana, entendí que había sido otra. Completamente distinta.

A partir de ahí, empecé a recordar cosas que creía olvidadas.
Cosas que me dolieron.
Cosas que había hecho yo.
Personas que había herido.
Situaciones en las que lastimé… y preferí no ver.
Y las vi. Claramente.
Una y otra vez.

Fue otra tortura, pero con un color distinto.
Como sacarme capas.
Mochilas que ya no quería seguir cargando.

Hasta que no me quedó otra que soltar la culpa.
Lloré. Mucho.
Y me perdoné.
Por primera vez.

También recordé momentos hermosos.
Me reí.

Tenía muchas sensaciones en el cuerpo.
Como si me caminaran insectos.
Bichos de cualquier tipo.
Pero no era real.
Estaba todo en mi mente.
Sus juegos macabros.
Para que deje de meditar, para que me rinda, para que me entregue otra vez a su poder.

Pero resistí.
Y me di cuenta de algo:

El silencio no solo duele.
También te abraza.

El último día recibí algo que no se puede pedir.
Solo sucede.
Se llama Metta.
Es una bendición energética.

Se me movió todo el cuerpo.
Desde el primer chakra hasta la garganta.
Como una ola.
No lo movía yo.
Se movía solo.
Atravesándome.

Fue algo increíble.
Una paz.
Una energía.
Como un río que empezaba en la nuca y bajaba hasta los pies.

Me dijeron que no todos la reciben.
Algunos, nunca.
A mí me tocó ese día.

Lo sentí como un regalo.
Como un reconocimiento.
Como si algo dijera:
“Sí. Tenías que pasar por todo esto para llegar acá.”

Vipassana no es una meditación para mí.
Es un renacer.
Sé que voy a volver a hacerlo.
Este año, quizás.

Porque hay momentos en la vida en los que no se necesita ruido.
Se necesita silencio.
Pero un silencio real.
De esos que te gritan lo que no querés ver.

No necesitaba irme de India.
Ni escaparme de la sala.
Ni salir corriendo a abrazar a alguien.

Necesitaba quedarme.
Y mirar todo de frente.
Incluso eso que nunca me había animado a mirar.

Ese día, no hablé.
Pero entendí más que en años de ruido.

Este fue uno de los capítulos más intensos de mi viaje. Si sentís que este relato te tocó, te espero en el próximo. Mis Días en India sigue...

Si queres información sobre mis clases y formaciones: YOGA CON SELVA 

esta foto es antes de tomar el bus para ir a Vipassana



yo y mis ocho parottas
                                              
               


No hay comentarios:

Publicar un comentario