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Cómo terminé enseñando en India sin buscarlo

Y lo que aprendí sobre el momento justo...

Yo sí quería dar clases en India.
Lo deseaba desde el corazón.
Y esta es la historia real, sin adornos.

Era mi segunda vez en India.
La primera había sido breve, un mes y medio. Luego viajé a Europa un tiempo, pero supe que tenía que volver. Quería cerrar ese ciclo.

Al regresar a Argentina, trabajé seis meses, ahorrando peso por peso para cumplir un deseo que me venía latiendo adentro hace tiempo:
vivir un año entero en Mysore, dedicarme a la práctica y aprender todo lo que pudiera.

No viajaba con lujos.
Vivía en un cuartito sin grandes comodidades: tenía agua caliente, un inodoro, pero sin ducha.
Me bañaba con un baldecito chiquito, como en las casas más humildes de la India.
Ahorraba lo justo para pagar las clases y sostener una vida austera, pero íntegra.

De eso hablaré más adelante.
Hoy quiero contarte otra cosa.

Porque en esa tercera ida a India —mi segunda “oficial”— me pasó algo inesperado.

Yo quería dar clases.
Se lo dije a mi maestro.
Creo que lo dije desde el ego.
O tal vez no.
No tengo idea desde dónde lo dije.
Pero si fue desde el ego… hoy, viéndolo con el diario del lunes, fue sublime.

Me sentía capacitada. Me creía lista.
No sé desde qué lugar se me ocurrió, pero fue una frase que salió del alma.
Y él me miró con ternura.

Me dijo que era difícil.
Que los alumnos allá eran tradicionales.
Que no siempre aceptaban extranjeros enseñando.
Y que incluso para los indios, enseñar en esa sala era un privilegio que se ganaba con el tiempo, con entrega, con práctica constante.

Y entonces solté.
No porque me resignara.
Sino porque entendí que no era algo que se pudiera forzar.
Era algo que, si tenía que pasar, pasaría cuando fuera el momento justo.

Y mientras tanto, seguí practicando.
En silencio.
Sin expectativas.
Pero con el deseo todavía vivo, agazapado, esperando su momento.

Un día estaba en el hospital, acompañando a Claudia, una amiga que se había intoxicado el día de luna llena comiendo en el templo budista de Mysore.
Mientras la cuidaba, sonó el teléfono: era Shantala, la directora de la escuela.

Mi maestro se había enfermado, tenía fiebre.
Desde la escuela me pedían que diera yo la clase.

Yo no lo podía creer.
Unos nervios…

Lo primero que dije fue:
—No puedo. Estoy cuidando a Claudia.

Me había olvidado de mi deseo. No caí.
Pero Claudia, desde la camilla y con el suero puesto, me miró con fuerza y me dijo:
—“Es el sueño de tu vida. Hazlo. Anda. Yo voy a estar bien.”

Me tomé un rickshaw, todavía sin procesar nada.
Atravesé las callecitas de Lakshmi Puram, entre templos y árboles de mango.

Y llegué a la escuela.
Esa casita antigua, en ese barrio antiguo, me recibió sin preguntas.
Entré directo a la sala.
Sin pensar.
Sin planear nada.
Dije “prayer”, recité el mantra de inicio… y empecé.

No expliqué.
No hablé demasiado.
No di indicaciones complejas.
Solo me dejé llevar.

Mi ser empezó a bailar una danza cósmica.
Así lo sentí.
Una danza que venía desde lejos…
De otra vida, tal vez.

Me moví con naturalidad.
Ajusté.
Observé.
Acompañé.

Y al final de la clase, las sonrisas de los alumnos me lo confirmaron:
Eso también era casa.

Después de esa clase, nació una comunidad.
Nos empezamos a juntar a cenar, a compartir.
Hablábamos de la práctica, de la vida, de los caminos que nos habían llevado hasta Mysore.

Y yo entendía, cada vez más profundo, lo que realmente había dejado atrás.
No solo un departamento cómodo en Palermo.
No solo mis zapatillas cancheras.
Ni mis cafés con leche de Starbucks.

Había dejado lo que yo creía que era mi vida, para entrar en algo mucho más vasto.
Mucho más real.

Esa noche, cuando me fui a dormir, no podía parar de sonreír.
Todo cobraba sentido.

Había algo que se había acomodado dentro de mí.
Como si todo lo que había soltado —dar clases en uno de los estudios más prestigiosos de Buenos Aires, el confort, los vínculos que se disolvieron cuando decidí irme a vivir un año a India— cobrara sentido en un solo instante.

Yo buscaba ir a la fuente real.
Porque creía que si lo que decían los libros existía… eso tenía que estar en India.
Y allá fui.

Ese año en India.
Ese salto al vacío.
Ese dejar todo sin saber qué iba a pasar.

Ese día no recibí un diploma de papel.
Recibí algo más grande: el diploma del alma.

Y aunque ahora todo haya cambiado —las redes, las formas, las escuelas—
yo sigo siendo esa que empezó su blog escribiendo en la casa de su madre,
cuando volvió de India sin un peso,
pero con el corazón lleno de certezas que no necesitaban explicación.

Escribía para no olvidarme de todo esto.
Para no traicionarme.
Y para compartirlo con quien también estuviera buscando algo parecido.

Cuando nadie subía tutoriales, yo ya hacía videos desde una sala alquilada en San Telmo.
Cuando no había likes, y lo único que importaba era la práctica.

A veces me cuesta poner en palabras lo sublime.
Hay cosas que no pueden traducirse a lenguaje digital.

Pero esta historia quería ser contada.

Porque no fue el título lo que me hizo profesora.
Fue el momento justo.
Y ese momento… no se busca.
Te encuentra cuando estás lista.

Yo sigo llevando esa certeza a cada sala a la que me convocan.
Porque hay cosas que no se enseñan,
pero se transmiten.
Y cuando algo nace del alma, se nota.

Con el tiempo, también empecé a dar clases particulares a indios.
Primero no entendía por qué.
¿Por qué alguien que había nacido en la tierra del yoga quería tomar clases conmigo?
¿Por qué buscaban a una extranjera? Pero así fue.

La vida me fue poniendo en lugares mágicos.
Hasta que entendí algo más profundo.
Algo que no me enseñó ningún maestro.

Entendí la rueda.

Y entendí que aún sigue girando.

Alguien alguna vez me dijo que cuando el aprendizaje es genuino, cuando viene del corazón, se reconoce.

No importa el idioma.
Ni el pasaporte.
Ni el linaje de sangre. 

El alma lo sabe.

Todavía recuerdo la primera vez que entré a la sala.
Era de noche.
5:30 de la mañana.
Vivía al lado de la escuela y esperaba que ya hubiese alguien abriendo el portón.
Nadie.

De repente, vi a alguien venir en moto, con una espalda derechísima.
Era mi profesor.
Se bajó, saludó, abrió el portón de la escuela.

Los pocos que estábamos ahí atravesamos el jardín de tierra roja.
Había una estatua de Patanjali en el medio.
Y entramos a la sala.

Me tuve que agachar. Las puertas eran bajitas.
Después me explicaron:
cuando entrás al shala, entrás a un templo.
Tus zapatos quedan afuera.
Y agachás la cabeza, como una reverencia.

A veces me pregunto si todo eso fue real.
Pero cuando entro a una sala, me doy cuenta de que sí.
Porque algo me habita.
Algo que no se puede enseñar.
Solo se transmite.
Como una llama antigua que sigue encendida.

🌸

Gracias por leer.
Si esto resonó con tu camino, quizás no sea casualidad.
El momento justo llega.
A veces disfrazado de caos,
otras veces en forma de una simple llamada inesperada.
Pero llega.


Si queres información sobre mis clases, viajes y formaciones: YOGA CON SELVA


recuerdos del año 2017, el segundo grupo que llevé a viajar y a studiar en Mysore, con el India Yogi Tour

La foto de mi antigua escuela, en el barrio de Lakshipuram. Vean las puertas, bajitas. Hermoso realmente...La foto fue sacada en el 2017. En el 2012 no nos permitían sacar fotos dentro del shala.  

Recuerdos de mi práctica en ese año que relato en este capítulo. Mi maestro nos permitió sacar algunas fotos mientras hacia la serie intermedia. 


3 comentarios:

  1. Gracias por compartir esto, miestras te leía decía, yo que soy profe de yoga siento que nunca estoy lista y también es del ego; pero sabes lo que me hizo sentir que hay que ir e ir e ir detrás de eso que de se alinea con nosotros y vibra fuerte
    . Gracias

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  2. Quedo como anónimo pero mi nombre es Luján!!

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  3. Hola Luján!!! muchas gracias por tu comentario! siempre hay que ir detrás de esa intuición, claro que si!

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