El aeropuerto de Varanasi vibraba con su caos habitual. O quizás no era el aeropuerto, sino la ciudad entera la que traía consigo ese murmullo constante, ese ritmo que no se entiende con la cabeza, sino con el cuerpo. Para mí, India es casa. Sé cuándo esquivar un tuc-tuc, cómo regatear con una sonrisa, qué significa cada mirada en la calle. Pero India no es una casa estática. Es un hogar que te obliga a moverte.
Me alejé del grupo por un momento. Fui a buscar un café. La madrugada en Varanasi había sido larga, y el cansancio flotaba en el aire como el incienso quemado en los ghats.
La vi ahí.
Alta, delgada, la mirada perdida en un punto impreciso entre la fila del café y sus propios pensamientos. No estaba simplemente esperando su turno. Estaba en otro lado. Enseguida supe que necesitaba hablar. O llorar. O contarle a alguien lo que estaba sintiendo, aunque todavía no tuviera las palabras.
Pedimos el café casi al mismo tiempo. Me adelanté un poco para pagar y cuando volví a mirarla, ella seguía en su mundo.
—¿Necesitás ayuda?
Tardó en reaccionar. Me miró como quien vuelve a la realidad después de estar atrapado en un pensamiento del que no sabe cómo salir.
—¿Eres de aquí?
No era la primera vez que me hacían esa pregunta. La gente suele confundirse conmigo.
—Depende de qué signifique “aquí”.
Le sonreí y me quedé junto a ella mientras nos daban el café.
Nos sentamos en una mesa cercana. Movía las manos despacio, como si su cuerpo todavía no hubiera aterrizado del todo. Maya, así se llamaba. Venía de Bruselas. Química de profesión, científica de formación. Estaba en India para estudiar la contaminación del Ganges, analizar las aguas, recolectar muestras, identificar microorganismos. Un trabajo técnico. Preciso. Frío.
Pero Varanasi ya había empezado a cambiarla.
—No lo entiendo… —dijo, más para sí misma que para mí.
—¿El qué?
—Todo.
Sus ojos estaban vidriosos, pero no de cansancio. Se frotó la cara, como si con ese gesto pudiera acomodarse las ideas.
—Los chicos.
Se quedó en silencio.
—Los chicos en el río —continuó al fin—. Los vi. Nadaban, jugaban, se reían. Se metían al agua sin miedo. El agua que yo sé que está contaminada, llena de bacterias, impura en todos los niveles que la ciencia puede medir.
No la interrumpí.
—Pero ellos… —tragó saliva—. Eran felices. Felices de verdad. No como nosotros, que necesitamos que todo esté bien para serlo. Ellos lo son sin importar qué.
No hablaba de contaminación. No hablaba de ciencia.
Hablaba de ese momento en el que algo te rompe las estructuras y te deja desnudo frente a una verdad que no esperabas.
—¿Cómo es posible? —preguntó.
No respondí.
—Hace una semana llegué. Y ya no sé quién soy.
Lo dijo bajito, como si estuviera descubriéndolo en voz alta. India te arranca los esquemas sin que te des cuenta. Te das cuenta después, cuando ya es tarde para volver a ser la misma persona.
—Quiero llorar —dijo de repente.
—Llorá.
Y lo hizo.
Al principio trató de contenerse, pero después simplemente se largó. No traté de calmarla. Hay lágrimas que no piden un abrazo, sino que las dejen ser.
Cuando levantó la cabeza, me miró con una mezcla de alivio y vergüenza.
—No creo en Dios —susurró—. Nunca creí. Pero en los ojos de esos chicos… lo vi.
El silencio entre nosotras fue más grande que el aeropuerto entero.
—¿Cómo explico esto desde la ciencia? ¿Cómo lo comento con mi familia? ¿Qué hago acá? ¿Qué es la vida? ¿Dónde está Dios?
Respiré hondo. No le iba a dar una verdad cerrada. No existen respuestas que sirvan para todos.
—Para mí, Dios está en todos lados.
Ella bajó la mirada. Asintió despacio. Como quien empieza a entender que hay preguntas que no necesitan respuestas. Solo necesitan ser vividas.
Subimos al avión. Entramos por la misma puerta, pero ella se acomodó primero, en primera clase. Cuando pasé por su asiento, me buscó con la mirada. Sonrió. No era la misma sonrisa de antes. Algo en su cara había cambiado.
Seguimos caminando hasta la parte trasera, en turista. Desde mi asiento la vi abrir su cuaderno de viajes. Comenzó a escribir con una urgencia visceral, como si necesitara atrapar en palabras lo que su mente aún no lograba procesar. India le había cambiado la vida en una semana.
¿Cómo volvés a ser la misma persona después de eso?
Esa pregunta era suya, pero también mía. También de todos los que alguna vez llegamos a India creyendo que solo íbamos a observar y terminamos convertidos en parte de algo más grande.
Me quedé mirando por la ventanilla. El avión ya estaba en el aire.
Pensé en lo que pasa en el yoga cuando sostenés una postura incómoda. Al principio, el cuerpo quiere salir corriendo, la mente te dice que no podés, que es demasiado. Pero te quedás. Te quedás, respirás y, de a poco, algo se abre. Algo cambia. Y lo que parecía imposible, se vuelve natural.
Quizás la verdadera pregunta no era cómo volver a ser la misma persona.
Sino cómo permitirte ser alguien nuevo.
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